CUESTIÓN DE ENVIDIA
Imagen de portada © Ruben Pérez Bescós.
La arquitectura me ha dado muchas cosas buenas, bastantes veces dudo de si tantas como malas aunque, supongo que como todos al final, me convenzo de que sí, de que esto merece la pena. Pero más allá de enfangarme explicando algo que de sobra conocéis, verbalizando todas y cada una de las razones que, de tanto en tanto, te hacen dudar de si no estarías mejor en otra parte, quiero centrarme en esos aspectos más alentadores.
Como decía, esta profesión me ha hecho un sinfín de regalos desde que, además de una atracción o debilidad, se convirtió en mi profesión y, por ende, en mi modo de vida. Una de las más importantes, probablemente la que más, ha sido conocer a gente maravillosa por el camino, gente cuya confluencia se ha producido a través de la arquitectura. Gente que, de haber sido piloto o cocinero, no habría conocido y que esta profesión ha colocado justo enfrente de mí. Personas que se han convertido en amigos y amigas de mucho valor, gente unida en un inicio por algo tan frío a veces como la arquitectura pero que, a través de ella, ha pasado a ocupar una parcela básica en la vida.
He tenido y tengo la suerte de contar con personas muy generosas a mi alrededor y, entre ellas, muchos arquitectos y arquitectas que, además de ayudarme en otros aspectos, siempre están dispuestas para cualquier duda, desazón o miedo profesional que me aparece. En estos años he compartido con ellas anécdotas, opiniones, contrariedades y felicidades y, dejando ya de lado tanto sentimentalismo, he aprendido algo importante: no existen dos estudios de arquitectura iguales.
Esta afirmación puede parecer banal, infundada e intrascendente pero, en una profesión tan compleja y en una etapa económica tan difícil, asumir esto ayuda a respetarse a uno mismo y al resto de la profesión.
Todos somos víctimas de nuestro contexto y de nuestra realidad y todos sacamos la cabeza a flote como podemos y como sabemos. Todos somos distintos y tenemos historias diferentes. Me fascina encontrar a gente que lucha cada día por hacer las cosas lo mejor posible. Compañeros y compañeras que, con sus virtudes y sus carencias, sacan el máximo partido a sus cualidades para dejarnos al resto cosas de las que aprender, siendo honestos y generosos, dos características, por cierto, muy denostadas hoy en día y, para mí, suficientes para confiarle mi vida a quien las tenga.
Como os decía, he tenido la suerte de cruzarme con unos cuantos de estos, muchos de los cuales hoy en día considero grandes amigos, amigos que admiro y respeto y de los que aprendo cada día, aun sabiendo con certeza que ni su situación es la mía ni sus capacidades las mismas. Cada uno hacemos un camino, el que nos dejan, el que somos capaces de trazar y hay que sentir orgullo por ello.
Yo me siento orgulloso, o al menos lo intento, por cómo trabajamos en el estudio, por cómo luchamos y cómo lo intentamos, pero esto no es óbice para envidiar. Envidiar (y si de verdad existe el concepto de “envidia sana”, éste sería un momento perfecto para aplicarlo) los conocimientos y el talento de Carlos y Óscar, el cariño con el que viven su trabajo Patricia y Jaume o la pasión de Miquel, Marc y Carmen por poner tres ejemplos. Envidio a cientos de estudios, envidio a decenas de amigos por ser capaces de hacer lo que hacen, aun sabiendo sobradamente que yo no sería capaz. Y eso es lo bonito, que les envidio por cosas que yo, en realidad, no podría, sabría o querría gestionar. Y me encanta.
En el anterior artículo dejaba clara mi admiración por la madera en todas su formas, no pocas veces he fantaseado con tener un taller lleno de herramientas en el que perderme días enteros, fantasías generalmente cortadas de raíz por la llamada de algún cliente exigiendo acortar plazos.
Es por esto y al hilo de esa envidia que explico que quería poner otro ejemplo de arquitecto al que admiro y envidio a partes iguales: Aser Longás.
A Aser le conocí el primer año de carrera. Amable y sonriente, no sé muy bien por qué recuerdo perfectamente lo mucho que me llamó la atención su espectacular progresión a la hora de dibujar. Él, como la mayoría, llegó a la carrera con poca gracia para el dibujo, al menos ése que te soluciona la vida en nuestra profesión, ese dibujo libre, infantil y rápido que acaba adornando los tabiques de cartón yeso en obra antes de ser pintados. Todos, o casi todos, aprendimos mejor o peor a convertirlo en nuestra nueva herramienta, pero lo suyo me caló con más fuerza, en nueve meses había conseguido dominar por completo este apartado.
El hecho es que, hoy en día, 17 años más tarde, Aser trabaja esencialmente con madera. Esculpe, diseña y fabrica maravillas y a mí, a mí me da envidia porque lo que hace rezuma pasión y belleza en cada arista. Hace lo que le gusta y lo hace de manera sublime, supongo que por eso mismo mantiene esas sonrisa casi permanente en la cara.
Tallando a mano cada escultura, diseñando y dibujando cada mueble o cada local, fabricando pequeñas y grandes joyas al mismo tiempo que llena su ropa de serrín y sus manos de astillas. Pocas cosas más estimulantes puedo imaginar yo.
Ya lo he dicho, cada uno hacemos nuestro propio camino, diferente, adaptado a nuestras aptitudes y a nuestra realidad, a lo que nos gusta, a lo que nos da miedo y a lo que nos insufla energía y, al mismo tiempo, nos alimentamos de los caminos de otros, juntándonos en algún momento a compartir un tramo del trayecto para volver a seguir cada uno el suyo unos kilómetros después. Al fin y al cabo, todos nos volveremos a encontrar en la línea de llegada.
Editores del post: Maderayconstruccion
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